jueves, 14 de junio de 2012

Competitividad

La palabra competitividad inunda periódicos, telediarios y reuniones empresariales. Los países, las empresas y los trabajadores deben orientar todos sus esfuerzos a ser más competitivos. Incluso el Ministerio de Economía ha añadido la coletilla de “y competitividad”. Parece que se trata de una gran virtud.
Sin embargo, los principales filósofos que han estudiado las virtudes humanas, como Platón, nunca mencionan la competitividad como una cualidad deseable. Y no es que no supieran lo que significaba competir, la rivalidad entre Atenas y Esparta les obligaba a hacerlo con su propia sangre.
¿En qué momento y por qué razón se convierte la competitividad en algo deseable? Parece que todo surge con Darwin y su selección natural. Nos hemos quedado con la imagen del león comiéndose a la gacela más lenta. La vida es competición, hay que ser competitivos porque es lo que nos salva la vida, lo que nos hace ganadores. Son los organismos más competitivos los que consiguen procrear y propagar así sus genes a la siguiente generación. Si es algo natural, ha de ser una virtud.
Pero quizás no hayamos entendido bien todo el mensaje. El entorno efectivamente es competitivo y la selección natural escoge a los mejores diseños en función de las condiciones ambientales de cada momento. Pero no siempre competir es la mejor estrategia. En muchas ocasiones, la mejor manera de sobrevivir en los entornos competitivos es cooperando.
Uno de los mejores ejemplos de cooperación en la naturaleza es el origen de las células. En las actuales células eucariotas (que son las que forman organismos complejos como el nuestro), una de las piezas fundamentales son las mitocondrias (que proveen la energía necesaria del mismo modo que las centrales eléctricas lo hacen en las grandes ciudades). Pues bien, en origen, los ancestros de las células eucariotas y lo que hoy son las mitocondrias existían por separado, pero se produjo un proceso de simbiosis en el que las mitocondrias pasaron a vivir dentro de esas células primitivas. Las células conseguían tener así una central de energía en su interior y las mitocondrias a cambio se encontraban en un medio estable y protegido con abundancia de nutrientes. Se produjo un beneficio mutuo que dio lugar a las células que conocemos en la actualidad, que a su vez son los ladrillos indispensables para construir seres inteligentes que sean capaces de indagar acerca de estas cuestiones.
Así que uno de los mayores logros biológicos se produjo gracias a la cooperación. El entorno era competitivo y los ancestros de las células eucariotas y las mitocondrias peleaban entre sí para conseguir ser los mejores. Pero el golpe de mano definitivo que derrotó al resto de estrategias surgió de la cooperación mutuamente beneficiosa entre dos de ellos.
Vivimos en un entorno competitivo donde los países, las empresas y las personas parece que tienen que competir por los recursos. Pero competir no tiene que significar pelear. Para algo se nos supone inteligentes, para no entrar en una guerra competitiva donde todos acabamos perdiendo. Si los países luchan por ser más competitivos bajando salarios y aumentando el número de horas de sus trabajadores, entraremos en una espiral en la que todos acabaremos perdiendo (siempre habrá que trabajar más horas que el país vecino y más barato, ¿hasta qué límite?).
Si las empresas provocan la competitividad entre sus departamentos mediante incentivos a los respectivos directores, sólo conseguirán una lucha en la que cada uno tratará de hacer culpable al otro de los problemas y merecedor a sí mismo de los logros. Es como si un organismo pusiera a competir entre sí a los diferentes órganos, y a los pulmones les interesara que el páncreas funcionara mal para parecer así ellos comparativamente mejores y llevarse los incentivos correspondientes: el organismo acabaría muriendo.

Cada vez que leamos u oigamos que tenemos que ser el país, la empresa, el departamento o los trabajadores más competitivos, deberíamos preguntarnos si no nos convendría más destacar por ser los más cooperativos. El entorno es competitivo, otra cosa es la estrategia que sigamos para sobrevivir en él. Al menos tengamos claro que no es una virtud suprema a la que aspirar y que no era eso lo que Darwin nos enseñó.

viernes, 1 de junio de 2012

Mil días

Era de noche en la celda. El castillo estaba en silencio. En su cabeza retumbaba la sentencia dictada por el juez: "El acusado, Juan Heredia, será ahorcado mañana al amanecer". Al amanecer. Era demasiado pronto, apenas le quedaban unas horas. No era joven, tenía ya 57 años, pero tenía las mismas ganas de vivir que cuando era un chaval, sobre todo ahora que veía tan próximo el fin.
Ya no vería más atardeceres, nunca más podría observar al sol desaparecer, al cielo oscurecerse poco a poco, pintando el horizonte de rojo y después, todo de negro. Al menos le quedaba un amanecer. Cogió el taburete de madera y se asomó por la pequeña ventana que daba al exterior. No pensaba perderse un sólo rayo, un sólo tono, no se despistaría ni un segundo.
Si tan sólo le dieran un día más, sólo uno, podría saborear cada hora, aprovechar hasta el último instante. Ése sería su último deseo: suplicar el aplazamiento por un día de su ejecución, aunque sabía que no serviría de nada.
El carcelero abrió la puerta y el juez apareció ante él: "Tienes suerte de tener amigos influyentes. Quedarás libre durante mil días. Transcurrido este tiempo serás de nuevo apresado y se te dará muerte”.
¡Mil días! No podía parar de dar saltos de alegría. Mil amaneceres, mil atardeceres, mil mañanas y mil tardes para disfrutar. Toda una vida se abría ante sus ojos. No podía haber en el mundo nadie más feliz que él.
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La religión de aquella isla establecía una norma tajante: todos los varones serían sacrificados al cumplir los 60 años para aplacar la ira de los dioses. Joseph ya tenía 57. Decidió calcular cuántos días le restaban: tan sólo mil. Su vida se acababa, debía entregarla como pago a unos dioses de cuya existencia no estaba demasiado seguro. Huir de aquella isla era tarea imposible, nadie lo había logrado nunca.
Pasaba los días triste y cabizbajo, incapaz de apartar de su mente su triste e inminente destino. Era de los más viejos del lugar, había gastado ya el 95% de su vida. Ya no podría emprender ningún nuevo proyecto. No conseguía darle sentido a ninguna actividad porque sabía que ésta se vería truncada en poco tiempo. Ojalá fuera más joven, daría lo que fuera por poder dar marcha atrás una o dos décadas a su reloj. Entonces sí dispondría de tiempo y no de sus miserables mil días.