lunes, 16 de septiembre de 2019

El pozo mágico

Había una vez un reino que tenía un famoso mago como consejero real. Los reyes no se atrevían a tomar decisiones sin consultarlas antes con el mago Merlín, y el resto del reino prestaba también siempre mucha atención a todo lo que éste decía.

Había también tres caballeros que eran los encargados de proteger al reino. Habían sido elegidos entre los más fuertes y valientes ya que debían afrontar los peligros que se presentaran.

Un día, Merlín llamó a los tres caballeros y los condujo por un sendero que se adentraba en el bosque. Tras mucho caminar, abandonaron el sendero y se introdujeron entre la maleza. Finalmente, llegaron frente a lo que parecía ser un viejo pozo abandonado.

- Este pozo es mágico – les dijo Merlín -. Si os asomáis a él, en sus cristalinas aguas podréis ver una imagen muy especial. Os mostrará cómo será vuestra muerte. En vuestras manos está la decisión de mirar o no en él.

Los tres caballeros dudaron mientras asimilaban el significado de todo aquello. Tras unos minutos de indecisión, el caballero que portaba una armadura roja dijo que él quería asomarse al pozo. Se acercó y vio en el agua cómo sería su último día. Aparecía él, con su armadura roja. No se le veía la cara por lo que no pudo calcular si era anciano o si por el contrario era joven como ahora. La imagen mostraba de repente un ser extraño, era una especie de enano con el pelo verde que se acercaba y le apuñalaba. Aparentemente él estaba inmóvil, no se defendía ante un ser en apariencia inferior en la lucha que además no portaba armadura. Volvió junto a sus compañeros meditando aún lo que había visto sobre cómo sería su último día.

El caballero que portaba una armadura amarilla, entrenado para mostrarse siempre valiente y decidido, se acercó también al pozo. Sin embargo, sus piernas temblaban, denotando el miedo que sentía en su interior. Se asomó al pozo y en las cristalinas aguas vio una imagen de sí mismo sin armadura y sin yelmo. Se le veía perfectamente el rostro, era muy joven, tenía el mismo aspecto que ahora. Yacía boca arriba con los ojos cerrados. No sabía qué era lo que había acabado exactamente con su vida, simplemente se vio allí tumbado boca arriba en un cómodo colchón. Su cuerpo no presentaba ninguna herida así que no había muerto en combate. Volvió junto a sus compañeros haciendo un esfuerzo por disimular su terror ante lo que había visto.

El caballero que portaba una armadura azul, tras meditarlo un tiempo, le dijo a Merlín que él no quería asomarse al pozo. Al principio pensó en hacerlo, ya que lo contrario era un acto de cobardía, pero finalmente decidió que también había que ser valiente para no comportarse como se presupone que ha de hacerlo un caballero, así que decidió enfocar así su valentía y no mirar.

Los días trascurrían tranquilos en el reino. Eran tiempos de paz y ningún peligro especial parecía amenazarles. Las vidas de los caballeros eran tranquilas aquellos días. Sin embargo, había uno de ellos que estaba más preocupado que nunca. Era el caballero amarillo, que no podía evitar pensar en lo que había visto en el pozo. Se había visto a sí mismo muriendo sin armadura, así que decidió que nunca se la quitaría porque de ese modo estaría a salvo.

Cuando la gente le preguntaba extrañada por qué portaba siempre la armadura, él respondía que quería estar en todo momento preparado ante el peligro. Dormía con armadura, comía con armadura, y en los escasos momentos en los que no podía evitar quitársela, temblaba de miedo y se apresuraba para poder ponérsela de nuevo otra vez.

Cuando llegó el verano, el calor agravó el estado del caballero amarillo. Su cuerpo se debilitaba al mismo ritmo que lo hacía su mente. Un día se desmayó en plena calle. Intentaron quitarle la armadura pero de tanto llevarla se había quedado enganchada y no fueron capaces. Cuando finalmente lo lograron era demasiado tarde. Estaba muy débil. Lo llevaron a la casa más cercana, le tumbaron sobre un cómodo colchón y cuidaron de él. Pero era demasiado tarde, tantos meses con la armadura puesta habían debilitado tanto su cuerpo que finalmente murió.

Merlín se arrepintió de haberles enseñado aquel pozo, que parecía haber sido la causa de la locura y la muerte del caballero amarillo.

Sin embargo, el otro caballero que se había asomado, el caballero rojo, mostraba una gran felicidad. Siempre parecía contento y tenía una seguridad en sí mismo mayor que la de ningún otro hombre.

Los tiempos de paz terminaron y un día las tropas de un ejército enemigo, comandadas por un gigante de tres metros de altura, asediaron las puertas del reino. Los soldados del reino, comandados por el caballero rojo y el caballero azul, lucharon contra ellos. El caballero rojo encabezó el ataque con decisión y dio muerte él sólo al gigante de tres metros. El resto del ejército enemigo emprendió la huida al contemplar aquella hazaña.

La fama del caballero rojo superó con creces a la del caballero azul y todo el reino lo adoraba. Un día Merlín llamó de nuevo a los dos caballeros.

- Gracias por mostrarme aquel pozo – le dijo el caballero rojo.
- ¿No temes el momento en que se acerque tu final, ahora que lo has visto? – le dijo Merlín.
- Sí lo temo - dijo el caballero rojo -. Pero a cambio disfruto de cada día porque sé que no es así como muero. El resto de la gente teme cada peligro, se asusta ante cualquier circunstancia. Padecen de ansiedad e incluso de ataques de pánico ante el miedo a morir. Yo sin embargo disfruto de cada instante. Cuando tengo algo de miedo pienso que no es así como muero, porque he visto mi muerte, así que no dejo que el miedo me impida hacer las cosas que realmente quiero hacer. Para mí es una bendición. Creo que todo el que quisiera debería poder mirar en el pozo.
- Meditaré tu propuesta – dijo Merlín.

Los días transcurrieron tranquilos hasta que una mañana corrió el rumor de que un dragón se acercaba al reino. Todo el mundo huyó despavorido salvo los dos caballeros, que cogieron sus armaduras y fueron a enfrentarse al dragón. El caballero azul no sabía qué hacer frente a aquel peligro pero el caballero rojo se lanzó hacia el dragón y tras un duro combate consiguió darle muerte. Su fama a partir de aquel día traspasó los límites del reino.

Merlín pensaba a menudo en las palabras del caballero rojo, si debía permitir que se asomara al pozo todo aquel que quisiera. Se acordaba del malogrado caballero amarillo y su locura a partir del día que se asomó. Pero también pensaba en lo que le había dicho el caballero rojo, que cuando sentía miedo enseguida pensaba que no es así cómo él moría y rápidamente se tranquilizaba. Eso le permitía exprimir al máximo la vida, disfrutarla sin que el miedo le impidiera hacer aquello que le gustaba.

Un día, para celebrar el cumpleaños de la reina, un circo llegó al reino. Domadores, trapecistas y payasos componían aquella comitiva prevista para los festejos. Se pegaron carteles con los dibujos del circo y el horario de actuaciones para que todo el mundo pudiera disfrutarlo.

El caballero rojo paseaba tranquilo cuando se acercó a ver uno de aquellos carteles. Su rostro palideció cuando vio con nitidez una imagen grabada en su memoria tiempo atrás: el enano del pelo verde era uno de los protagonistas del circo.

Horas más tarde, el caballero azul se encontró en mitad de la calle con el caballero rojo. Le vio con la cara pálida y observó que las piernas apenas le sostenían. Nunca le había visto así.

- ¿Qué te ocurre? – le preguntó.
- He visto mi final, sé que así es como muero.

Le llevó junto a Merlín. Pese a los esfuerzos de ambos, no consiguieron que el caballero rojo mejorara.

- Siempre he sido feliz desde que miré en aquel pozo – comenzó a decir el caballero rojo -. He disfrutado de cada día sabiendo que nada malo podía ocurrirme. Me he compadecido de vuestros miedos, de vuestra ansiedad ante la muerte, pues siempre teméis que el final esté próximo. Pero por mucho miedo que tuvierais y por mucho pánico que os atormentara, siempre teníais una pequeña luz llamada esperanza. He disfrutado de una seguridad y tranquilidad que ningún hombre puede soñar, pero a cambio he pagado el precio de la pérdida de esperanza. Ahora siento el miedo que todos sentís pero no tengo ninguna piedra a la que agarrarme, no hay ningún hilo que me sostenga. Sé que no tengo escapatoria posible, que no puedo esperar otro desenlace.

Aquella noche, el caballero rojo murió apuñalado, tal y como había mostrado el pozo. El caballero azul no pudo impedirlo a tiempo, pese a que no se había separado de él en todo el día, y sólo logró dar muerte al enano cuando ya era tarde.

Merlín caminó por un sendero que se adentraba en el bosque. Cuando llegó junto al viejo pozo, cogió una gran roca y lo tapó. La maleza cubrió aquel lugar con el paso primero de los años y después de los siglos.

Así sigue en nuestros días aquel viejo pozo, tapado y oculto sin que nadie haya vuelto a ver lo que encierran en su interior sus cristalinas aguas, que aguardan a que alguien decida si quiere o no asomarse a él.

jueves, 18 de abril de 2019

El rostro


Alguien dijo una vez que a los 20 años, un hombre tiene el rostro que Dios le ha dado, a los 40, el que da la vida y a los 60, el que se merece.
Imagino que quiere decir que a los 20 años tenemos la cara que nos ha tocado en suerte. A los 40, nuestro rostro depende más de cómo nos haya tratado la vida, de lo que nos haya tocado sufrir o disfrutar. Importará aquí más si hemos nacido en una familia acomodada o que sufre necesidades, si hemos tenido la desgracia de padecer tragedias o si por el contrario la diosa fortuna nos ha cuidado entre algodones. Hasta aquí parece que nuestro mérito poco importa, el peso lo comparten la genética (especialmente en los primeros años de la juventud) y la suerte de aquello que nos ha tocado encontrarnos.
Sin embargo, a los 60 años la cosa cambia y ya la genética no es tan importante ni tampoco lo que nos haya tocado en suerte, porque de alguna manera lo que cuenta realmente es cómo hayamos afrontado la vida. Aquello que hayamos aprendido y el modo en el que encaremos las distintas situaciones darán a nuestro rostro la forma de lo que realmente somos.
Supongo que las fuerzas de la genética y el azar siempre pueden ser huracanes que nos arrastren en cualquier fase de nuestra vida, pero de alguna manera hay un poso que tiene que ver con lo que realmente somos que poco a poco nos va transformando hasta el punto de que, conforme avanza la edad, incluso el rostro lo refleja.
¿En qué consiste esa hermosura de los 60 y cómo se puede obtener? Si no depende tanto de nuestros genes ni del devenir de los acontecimientos, parece ser algo que está relacionado con nuestra libertad. Dentro de ciertos límites, siempre tenemos un grado de libertad para ir escogiendo cómo queremos vivir nuestra vida, en qué sentido deseamos orientarla y cómo nos relacionamos con todo lo que nos rodea. Al nacer, la libertad es casi nula, de hecho durante el primer año de vida no tenemos ni tan siquiera conciencia de nosotros mismos, por lo que poco podemos hacer aparte de seguir nuestros impulsos y observar cómo funciona el mundo.
Conforme crecemos empezamos a poder controlar nuestros actos, si bien casi toda nuestra vida nos vemos arrastrados por nuestros deseos, por lo que opinan los demás, por lo que se espera de nosotros, por cómo nos ve y nos valora la sociedad… La libertad para escoger implica hacer un gran ejercicio de análisis de nuestros actos, de ver nuestros propios errores, nuestros defectos, el daño que podemos hacer a los demás, de indagar para descubrir qué es lo que de verdad nos gustaría hacer y cómo desearíamos que fueran las cosas. La corriente de la vida parece a menudo demasiado fuerte para poder ejercer nuestra libertad y nadar en la dirección que nos proponemos y no en la que nos vemos arrastrados. Quedarnos quietos flotando en la corriente es siempre lo más sencillo.
Suponiendo que conseguimos esos momentos de libertad, ¿qué deberíamos hacer con ellos? ¿Debemos seguir los dictados morales de alguna religión? Dicen los expertos que los dioses morales (aquellos que no sólo hablan de poderes sobrenaturales y sacrificios, sino que dictan unas normas morales de comportamiento) aparecen en las sociedades humanas sólo cuando estas adquieren un gran tamaño y complejidad. Si a lo largo de los siglos, en diferentes momentos y partes del mundo aisladas entre sí, ha surgido la creencia en unas normas morales que debían dictar nuestro comportamiento, ¿significa que hay de algún modo alguna verdad sobrenatural que se percibe cuando alcanzamos la complejidad suficiente para comprenderla? ¿O es tan sólo un producto de esas sociedades humanas, una ilusión que además es útil para lograr una sociedad pacífica y cohesionada?
En cualquier caso, si estábamos tratando de obtener momentos de libertad y seguimos estos dictámenes morales por obligación, o por miedo (asustados por los castigos de la siguiente vida), o por interés (para conseguir una vida futura favorable ya sea en algún tipo de paraíso o de reencarnación adecuada), no parece que hayamos sido libres al actuar. En ese caso la religión sería una corriente más capaz de arrastrarnos, como lo eran las antes mencionadas.
Quizás de alguna manera hay algo sobrenatural que trasciende este mundo que conocemos y las religiones y los profetas tratan de guiarnos en esta vida, ya que no podemos comprender qué hay más allá. Pero en nombre de las religiones también se han cometido atrocidades, por lo que dejarse llevar ciegamente no puede ser la respuesta. Podemos vernos arrastrados hacia lo contrario a lo que nos proponíamos.
Existan o no dioses, nuestra libertad es sólo nuestra y tenemos que decidir y responsabilizarnos de lo que hacemos con ella. En el fondo, aquello que hacemos sólo tiene mérito si lo realizamos porque creemos en ello. Si es por interés, por miedo o porque nos lo dice alguien que hace milagros delante de nuestros ojos, nunca tendrá el mismo mérito que si obramos sin esperar recompensa alguna y sin saber si de verdad tiene sentido lo que hacemos.
Pero, ¿cómo nos guiamos? ¿Qué es lo que se supone que tenemos que hacer? ¿Qué normas seguimos si no estamos seguros de cuáles son las correctas? Tal vez en eso consiste ser libre, en escuchar todas las normas, todas las opciones, en ver los caminos de los demás y luego trazar el nuestro en un territorio forzosamente inexplorado. No hay un mapa que nos diga adónde nos dirigimos, qué peligros nos aguardan o si hemos acertado.
Estar abierto a cómo otros afrontan su búsqueda y a las lecciones que nos han dejado todos lo que transitaron en algún momento por este mundo, nos puede ayudar a construir nuestro camino, pero al final lo tenemos que hacer nosotros solos. Y algún día, nuestro sendero será sólo el que alguien siguió en este mundo tiempo atrás, pero puede servir para orientar a otro que se lo encuentre. 
Quizás el único modo de saber si hemos seguido el camino correcto es cuando, al cumplir 60 años, veamos nuestra imagen en el espejo.




lunes, 14 de enero de 2019

Efímero


Una mariposa de vivos colores aleteaba a su antojo suspendida en el aire. Interrumpió su vuelo para posarse sobre la mano de un niño. El niño movió la mano y la mariposa alzó de nuevo el vuelo. Unos segundos más tarde, escogió la mano de un anciano para descansar.
El joven monje miraba aquella escena mientras meditaba acerca de la frugalidad de la vida. Todo lo que le rodeaba era efímero, todo lo nuevo pronto se hacía viejo.
Sabía que había un sendero que discurría entre su aldea y las más altas montañas. Era el camino de los cuatro sabios. Ese mismo día decidió que había llegado el momento de comenzar a buscar las respuestas.
Anduvo durante días hasta que llegó a lo alto de una montaña. Allí había una cabaña en la que habitaba el primer sabio. Entró y le comunicó sus inquietudes, le dijo que estaba buscando algo que no fuera efímero.
El sabio le indicó que para ello tendría que centrarse en aquello que englobaba a varios hombres en lugar de a un hombre concreto. Junto a él podría estudiar los países que conforman el mundo, las diferentes lenguas y las diversas culturas. Los hombres podían nacer y morir pero todo eso permanecía.
El joven monje se hospedó allí unos días, pero pronto le dijo al primer sabio que ese no era su lugar. Él estaba buscando algo que no fuera efímero y todo aquello cambiaba con el tiempo. Las fronteras variaban a lo largo de los siglos, al igual que la expansión y el contenido de las lenguas, así como aquello que identificaba a una cultura. Tal vez no era algo que cambiara en la vida de un hombre, pero sí en un espacio de siglos.
Emprendió de nuevo el camino en busca del segundo sabio. Descendió la montaña, cruzó un río y ascendió otra montaña más alta. Allí había una cabaña en la que un nuevo sabio le saludó.
El joven monje le contó que estaba buscando aquello que no era efímero. El segundo sabio le respondió que para evitar lo efímero tenía que olvidar los asuntos de los hombres, ya fuera uno o muchos, y centrarse en el estudio de las montañas y los ríos. El joven monje permaneció junto a él unos días, pero pronto anunció su marcha porque al fin y al cabo los ríos y las montañas también varían. El clima, la erosión y el movimiento de las placas sobre las que se sustenta la Tierra modifican el entorno. Quizás no sea algo perceptible en años ni en siglos pero sí en milenios.
Continuó por el sendero en busca del tercer sabio. Subió a otra montaña aún más alta y allí de nuevo había una cabaña donde fue recibido y acomodado. Aquel sabio le indicó que para huir de lo efímero tenía que olvidar los asuntos de la Tierra y estudiar las estrellas. El joven monje se quedó junto a él unos días pero pronto tomó de nuevo el sendero. Las estrellas y los planetas también se creaban y se destruían, quizás no en siglos ni en milenios, pero sí en el transcurso de millones de años.
Subió una montaña y luego otra más. Cruzó enormes ríos y copiosa nieve caía a menudo sobre su cabeza. Llegó a dudar de que hubiera algo más en aquel sendero y, cuando sus fuerzas estaban al límite, halló una cabaña. Allí se encontraba el cuarto sabio, que le dio cobijo y le ayudó a recuperarse.
Le enseñó que detrás del movimiento y la creación de las estrellas y de todo lo demás, hay unas leyes de la naturaleza escritas en el lenguaje de las matemáticas. Juntos estudiaron durante años aquellas leyes. El joven monje aprendió que esas leyes bastaban para crear y desarrollar un universo completo. Por sí solas eran capaces de hacerlo todo evolucionar.
Una vez que un universo arrancaba podía desarrollarse de muchísimas formas. Cada instante sucedían cosas que hacían que el universo tomara una forma y no otra. Estos sucesos no eran deterministas, por lo que a partir de las leyes iniciales, no podía deducirse los derroteros que seguiría un universo.
Eso era algo que llamaba la atención del joven monje. Podían conocerse al detalle las leyes iniciales que crearían el universo y que regirían su evolución, pero no se sabía lo que cada universo crearía hasta que no se echara a andar. En nuestro universo había seres conscientes de si mismos haciéndose preguntas. Era necesario echar el universo a rodar, ver las estrellas crearse y morirse para observar el nacimiento de nuestro planeta, de las criaturas que en él habitan, de nosotros mismos.
Otro conjunto de leyes hubiera creado realidades completamente distintas, pero es que incluso las mismas leyes exactas, por todos esos sucesos no deterministas que acontecen a cada instante, pueden crear una cantidad ingente de universos diferentes entre sí.
Pueden estarse creando otros universos con leyes idénticas a las del nuestro, que no se parezcan en nada y que contengan cosas completamente diferentes.
Cada ocurrencia del universo es única. Es necesario que todo comience a nacer y a morir, a ser efímero, para que empiece a definirse y a emerger todo lo que encierra. ¿Qué más puede surgir en nuestro universo del mismo modo que han surgido estos seres conscientes de sí mismos? Las leyes de la naturaleza determinan lo que es posible, pero para responder a esta pregunta, es necesario observar el devenir de lo efímero.
Habían pasado varios años cuando el monje (que ya había dejado de ser joven), se despidió del cuarto maestro agradeciéndole todo lo que éste le había enseñado.
Emprendió el camino de regreso y decidió permanecer algún tiempo en la cabaña del tercer maestro, aprendiendo todo acerca de las efímeras estrellas.
Lo mismo hizo con el segundo maestro, del que quiso aprender todo acerca de los ríos y las montañas.
Quiso también visitar de nuevo al primer maestro y aprender junto a él todos los asuntos de los hombres.
Un buen día, decidió regresar a su aldea natal.
Estaba sentado al sol en la plaza de la aldea absorto en sus pensamientos. Un joven se le acercó y le preguntó acerca del sendero de los cuatro sabios y de su experiencia al recorrerlo. Él contestó que había sido el mejor viaje de su vida y que se lo recomendaría a cualquiera cuyo deseo fuera aprender. También le indicó que era necesario llegar hasta el final del camino, ya que sólo así se podía regresar de nuevo al principio. El joven puso cara de no comprender muy bien aquello y le preguntó a qué dedicaba su atención ahora que había recorrido aquel camino. El monje respondió:
- A mirar mariposas.
Una mariposa de vivos colores aleteaba a su antojo suspendida en el aire. Interrumpió su vuelo para posarse sobre la mano de un anciano. El anciano movió la mano y la mariposa alzó de nuevo el vuelo. Unos segundos más tarde, escogió la mano de un niño para descansar.