lunes, 22 de abril de 2013

La globalización

Había una vez un pueblo situado junto a la orilla de un río. La tierra que rodeaba al río no era apta para su cultivo, por lo que el principal sustento de los lugareños era la pesca. El río era de todos, los peces que obtenían se repartían entre los habitantes de forma que nadie pasara hambre.

Hasta donde alcanzaba la memoria de sus antepasados, siempre había habido luchas con los pueblos vecinos para obtener los recursos que otros poseían. Pronto descubrieron que podían intercambiar bienes con otros pueblos sin necesidad de pelear con ellos. En las temporadas en la que había exceso de pesca, podían vender aquello que no se comían y a cambio obtener productos cultivados en tierras que ellos no poseían. Todo el mundo se veía beneficiado con el intercambio comercial. El pueblo más cercano cultivaba muchos tomates y tenía abundante ganado, por lo que los habitantes de ambos sitios vieron enriquecida su dieta.

También las ideas se intercambiaban entre todos los pueblos que comerciaban, por lo que las mejoras técnicas o científicas pronto se propagaron por todos los lugares. La población se benefició de un enriquecimiento progresivo y una mejora en su nivel de vida.

Llegó un día en que los avances en el transporte y las comunicaciones les permitieron ir a comerciar con pueblos situados a distancias antes inimaginables. Poco a poco se estableció contacto con un gran pueblo situado junto a un enorme río repleto de peces. Todo lo que tenía de grande aquel pueblo lo tenía de pobre. Cuando les ofrecieron grandes sumas de dinero y de bienes a cambio de su pescado, se mostraron encantados.
Hasta ese día, los dirigentes de aquel gran pueblo obligaban a sus habitantes a trabajar un cierto número de horas para obtener la cantidad de pescado que ellos estimaban adecuada. Cuando vieron que podían vender todo el excedente y obtener una gran suma de dinero, cambiaron las normas e hicieron que los lugareños trabajaran muchas más horas, privándoles en muchas ocasiones del descanso nocturno.

El resto de los pueblos estaban muy contentos porque el pescado era cada vez más barato, lo que les permitía ahorrar dinero para comprar otras cosas. Pero los habitantes del pueblo con el que comenzaba esta historia, aquellos que vivían junto al río, comenzaron a sentirse preocupados. Nadie quería ya sus pescados porque eran demasiado caros. Lo peor era que incluso sus propios habitantes preferían comprar el pescado nuevo que procedía del gran pueblo junto al gran río porque era más barato que el que vendían sus propios pescadores pescados en el río de al lado. Pronto se vieron abocados a cerrar toda su industria pesquera y a vender sus barcos pues ya nadie quería comprar sus peces.
Trataron de emigrar a los pueblos vecinos en busca de trabajo pero esto no era nada sencillo porque, si bien habían construido un mundo en el que toda mercancía podía intercambiarse libremente, a las personas les estaba prohibido moverse a su antojo de un lugar a otro. Cada pueblo tenía un paso fronterizo que controlaba que personas de otros lugares más pobres cruzaran sus límites (si eran más ricos no había problemas de paso). Temían que los extranjeros les robaran su trabajo.

Los habitantes del pueblo pesquero empezaban a morirse de hambre. Lo más triste era que tenían un río al lado lleno de peces, pero ya sólo sabían obtener los peces en el mercado, y allí el pescado del pueblo grande era más barato que el suyo por lo que nadie encontraba sentido, ni tenía ya la capacidad, de ir a su río a pescar.

Los vecinos del pueblo de al lado, aquel que cosechaba tomates y poseía ganado, pronto comenzaron a tener el mismo problema. Había otro pueblo grande y pobre que producía más barato que ellos, por lo que ni los propios vecinos compraban los tomates producidos por los agricultores, pues se decantaban por los más baratos. Como no querían seguir los pasos de sus vecinos los pescadores, decidieron competir y comenzaron a trabajar sin descanso, día y noche, para que se abarataran sus tomates y pudieran de nuevo venderlos al exterior. Los del pueblo grande productor de tomates, empezaron a trabajar más horas todavía para volver a conseguir que sus productos fueran más económicos.

El mundo se convirtió en un lugar en el que se movía muchísimo dinero pero éste estaba controlado por sólo unos pocos. La mayoría de la población se veía obligada a trabajar cada vez más horas en una espiral destructiva que hacía que sólo produciendo más barato que el resto podían vender sus productos. Y eso los que tenían suerte, los menos afortunados pertenecían a pueblos que ya no tenían recursos y trataban de emigrar a sitios donde no eran bien recibidos.

Pero la Tierra no es infinita y la sobreexplotación de los ríos y de los cultivos pronto acabó con la vida de los peces y con todos los nutrientes del suelo, dejando éste de ser fértil.

¿Cómo habían llegado a ese punto? Habían construido un mundo que ya no eran capaces de cambiar. ¿No sería mejor volver a los inicios? Pero no todo eran desventajas, los avances tecnológicos, científicos y médicos eran innegables. Vivían más años, estaban mejor alimentados y eran más cultos. Volver al inicio tampoco era la mejor solución.

Finalmente, descubrieron cuál había sido su mayor error: habían puesto barreras al movimiento de las personas pero habían dejado que el dinero y los bienes comerciales se las saltaran. Si dos pueblos dejan que el dinero fluya entre ellos sin ningún impedimento, deben permitir a su vez que las personas puedan desplazarse y trabajar donde deseen sin trabas. O dicho de otro modo, si la gente no puede moverse libremente, el dinero tampoco debería poder hacerlo.

Es necesario controlar los bienes y el dinero que entra y sale de un pueblo y modificar los intercambios en función de cada situación. No tiene sentido vender peces traídos de un lugar lejano más baratos que los nuestros si es lo único que sabemos producir y si además, en caso de necesidad, no podemos ir a ese lugar a trabajar.

Si varios pueblos se unen para permitir el libre movimiento de ciudadanos y para ayudarse en caso de necesidad, entonces sí deben poder comerciar libremente y dejar que el dinero fluya a su antojo.
En caso contrario será mejor controlar el dinero y los bienes intercambiados para evitar destruir nuestros propios bienes a costa de pueblos que los producen porque sobreexplotan sus recursos naturales o a sus ciudadanos. En ese caso hay que prohibir o encarecer la venta de esos productos en nuestro pueblo.
Y esto no atenta contra la libertad, porque la libertad principal es la de las personas y esa es la primera que se prohíbe.

Hemos construido un mundo lleno de jaulas para las personas en las que sólo el dinero vuela libremente por encima de las rejas.