lunes, 14 de enero de 2019

Efímero


Una mariposa de vivos colores aleteaba a su antojo suspendida en el aire. Interrumpió su vuelo para posarse sobre la mano de un niño. El niño movió la mano y la mariposa alzó de nuevo el vuelo. Unos segundos más tarde, escogió la mano de un anciano para descansar.
El joven monje miraba aquella escena mientras meditaba acerca de la frugalidad de la vida. Todo lo que le rodeaba era efímero, todo lo nuevo pronto se hacía viejo.
Sabía que había un sendero que discurría entre su aldea y las más altas montañas. Era el camino de los cuatro sabios. Ese mismo día decidió que había llegado el momento de comenzar a buscar las respuestas.
Anduvo durante días hasta que llegó a lo alto de una montaña. Allí había una cabaña en la que habitaba el primer sabio. Entró y le comunicó sus inquietudes, le dijo que estaba buscando algo que no fuera efímero.
El sabio le indicó que para ello tendría que centrarse en aquello que englobaba a varios hombres en lugar de a un hombre concreto. Junto a él podría estudiar los países que conforman el mundo, las diferentes lenguas y las diversas culturas. Los hombres podían nacer y morir pero todo eso permanecía.
El joven monje se hospedó allí unos días, pero pronto le dijo al primer sabio que ese no era su lugar. Él estaba buscando algo que no fuera efímero y todo aquello cambiaba con el tiempo. Las fronteras variaban a lo largo de los siglos, al igual que la expansión y el contenido de las lenguas, así como aquello que identificaba a una cultura. Tal vez no era algo que cambiara en la vida de un hombre, pero sí en un espacio de siglos.
Emprendió de nuevo el camino en busca del segundo sabio. Descendió la montaña, cruzó un río y ascendió otra montaña más alta. Allí había una cabaña en la que un nuevo sabio le saludó.
El joven monje le contó que estaba buscando aquello que no era efímero. El segundo sabio le respondió que para evitar lo efímero tenía que olvidar los asuntos de los hombres, ya fuera uno o muchos, y centrarse en el estudio de las montañas y los ríos. El joven monje permaneció junto a él unos días, pero pronto anunció su marcha porque al fin y al cabo los ríos y las montañas también varían. El clima, la erosión y el movimiento de las placas sobre las que se sustenta la Tierra modifican el entorno. Quizás no sea algo perceptible en años ni en siglos pero sí en milenios.
Continuó por el sendero en busca del tercer sabio. Subió a otra montaña aún más alta y allí de nuevo había una cabaña donde fue recibido y acomodado. Aquel sabio le indicó que para huir de lo efímero tenía que olvidar los asuntos de la Tierra y estudiar las estrellas. El joven monje se quedó junto a él unos días pero pronto tomó de nuevo el sendero. Las estrellas y los planetas también se creaban y se destruían, quizás no en siglos ni en milenios, pero sí en el transcurso de millones de años.
Subió una montaña y luego otra más. Cruzó enormes ríos y copiosa nieve caía a menudo sobre su cabeza. Llegó a dudar de que hubiera algo más en aquel sendero y, cuando sus fuerzas estaban al límite, halló una cabaña. Allí se encontraba el cuarto sabio, que le dio cobijo y le ayudó a recuperarse.
Le enseñó que detrás del movimiento y la creación de las estrellas y de todo lo demás, hay unas leyes de la naturaleza escritas en el lenguaje de las matemáticas. Juntos estudiaron durante años aquellas leyes. El joven monje aprendió que esas leyes bastaban para crear y desarrollar un universo completo. Por sí solas eran capaces de hacerlo todo evolucionar.
Una vez que un universo arrancaba podía desarrollarse de muchísimas formas. Cada instante sucedían cosas que hacían que el universo tomara una forma y no otra. Estos sucesos no eran deterministas, por lo que a partir de las leyes iniciales, no podía deducirse los derroteros que seguiría un universo.
Eso era algo que llamaba la atención del joven monje. Podían conocerse al detalle las leyes iniciales que crearían el universo y que regirían su evolución, pero no se sabía lo que cada universo crearía hasta que no se echara a andar. En nuestro universo había seres conscientes de si mismos haciéndose preguntas. Era necesario echar el universo a rodar, ver las estrellas crearse y morirse para observar el nacimiento de nuestro planeta, de las criaturas que en él habitan, de nosotros mismos.
Otro conjunto de leyes hubiera creado realidades completamente distintas, pero es que incluso las mismas leyes exactas, por todos esos sucesos no deterministas que acontecen a cada instante, pueden crear una cantidad ingente de universos diferentes entre sí.
Pueden estarse creando otros universos con leyes idénticas a las del nuestro, que no se parezcan en nada y que contengan cosas completamente diferentes.
Cada ocurrencia del universo es única. Es necesario que todo comience a nacer y a morir, a ser efímero, para que empiece a definirse y a emerger todo lo que encierra. ¿Qué más puede surgir en nuestro universo del mismo modo que han surgido estos seres conscientes de sí mismos? Las leyes de la naturaleza determinan lo que es posible, pero para responder a esta pregunta, es necesario observar el devenir de lo efímero.
Habían pasado varios años cuando el monje (que ya había dejado de ser joven), se despidió del cuarto maestro agradeciéndole todo lo que éste le había enseñado.
Emprendió el camino de regreso y decidió permanecer algún tiempo en la cabaña del tercer maestro, aprendiendo todo acerca de las efímeras estrellas.
Lo mismo hizo con el segundo maestro, del que quiso aprender todo acerca de los ríos y las montañas.
Quiso también visitar de nuevo al primer maestro y aprender junto a él todos los asuntos de los hombres.
Un buen día, decidió regresar a su aldea natal.
Estaba sentado al sol en la plaza de la aldea absorto en sus pensamientos. Un joven se le acercó y le preguntó acerca del sendero de los cuatro sabios y de su experiencia al recorrerlo. Él contestó que había sido el mejor viaje de su vida y que se lo recomendaría a cualquiera cuyo deseo fuera aprender. También le indicó que era necesario llegar hasta el final del camino, ya que sólo así se podía regresar de nuevo al principio. El joven puso cara de no comprender muy bien aquello y le preguntó a qué dedicaba su atención ahora que había recorrido aquel camino. El monje respondió:
- A mirar mariposas.
Una mariposa de vivos colores aleteaba a su antojo suspendida en el aire. Interrumpió su vuelo para posarse sobre la mano de un anciano. El anciano movió la mano y la mariposa alzó de nuevo el vuelo. Unos segundos más tarde, escogió la mano de un niño para descansar.