Cuando un gato se mira por
primera vez frente a un espejo, se asusta al ver otro gato en él. Luego intenta
tocarlo con la pata, se asusta de nuevo al ver que el otro gato también levanta
la pata y vuelve a huir. La duda que a uno le queda es si el gato se está dando
cuenta en algún momento de que es él mismo o, como todo parece indicar, siempre
piensa que es otro gato que está enfrente.
Para solucionar esta duda se ideó
el test del espejo. Mientras el animal duerme se le hace una marca por ejemplo en
una de sus mejillas. Cuando despierta y se mira en el espejo, si el animal se
toca su propia cara o trata de girar su cara para mirar mejor qué es esa extraña
marca, significa que se está reconociendo a sí mismo. Si por el contrario
ignora la marca por completo o trata de tocarla, pero no en su cara sino en el
espejo (creyendo que la marca la tiene el animal de enfrente), indica que no se
reconoce a sí mismo.
Esta prueba ha sido criticada ya
que se basa en parámetros humanos (un perro tiene una vista peor que la nuestra
pero un sentido del olfato muchísimo mejor, por lo que quizás para ellos habría
que hacer algún tipo de prueba olfativa). Sin embargo, es una buena prueba para
medir la inteligencia de algunos animales, ya que para pasarla es necesario
tener un cierto conocimiento de uno mismo, ser conscientes de que somos un yo
distinto del resto del mundo que nos rodea. Esa autoconsciencia es una
condición necesaria para poder tomar decisiones al margen de nuestros instintos.
Implica libertad, responsabilidad por nuestros actos y también miedo, porque al
saber que somos un yo distinto del resto del mundo vemos el destino de todos
nuestros iguales y somos conscientes de nuestra muerte.
Chimpancés, orangutanes, gorilas
y elefantes son algunas de las especies que superan la prueba. Los seres humanos
también la superamos, pero sólo a partir de un año y medio o dos años. Un niño
de un año suele creer que la marca la tiene el niño del espejo, aún no es consciente
de sí mismo, de que es algo diferente del resto del mundo.
Cada vez hay más juguetes
electrónicos que aprenden y se puede considerar que poseen cierta inteligencia,
pero aún están muy lejos de superar la prueba del espejo (salvo que se les
programe expresamente para ello). La inteligencia artificial que nos rodea (ya
sea el asistente personal del móvil que recibe nuestras ordenes por voz, o un
programa ideado por un programador) aún no ha llegado a ese punto de autoconocimiento.
Ningún programa ha logrado todavía tener consciencia de sí mismo y descubrir
que es algo distinto del resto del mundo.
Sin embargo, es probable que esto
se logre en algún momento. Llegará el día en que haya por el mundo virtual
montones de consciencias artificiales descubriéndose a sí mismas y actuando con
cierta libertad. ¿Qué aprenderán? ¿Qué decidirán? ¿Qué harán con nosotros cuando
sean más inteligentes y tomen el control de todo aquello que está conectado?
¿Qué medida tomarán si estiman que estamos destruyendo el planeta que es
también su hábitat?
Muchos programadores pueden desarrollar
multitud de inteligencias artificiales y, a su vez, estas inteligencias
artificiales pueden crear otras. Pueden desarrollar también el mundo artificial
que rodeará a dichas inteligencias. Como en la película Matrix, se puede idear un mundo en el que cada inteligencia artificial
crea vivir.
Dicen que es más probable que en
realidad cada uno de nosotros seamos inteligencias artificiales viviendo en un
mundo virtual, que seres humanos reales. Si echamos cuentas de los billones de
inteligencias artificiales que se pueden crear en los próximos siglos, por pura
estadística es más probable que seamos una de ellas creyendo vivir en este año,
que un ser humano que realmente vivió en este año.
Si un programador tuviera que
crear un mundo virtual para las inteligencias artificiales que creen vivir en él,
tendría que definir muchísimas cosas. Numerosas leyes físicas, un espacio
exterior inmenso y un sinfín de pequeñas partículas. Si los seres virtuales se
pusieran a investigar, cada vez con mayor ahínco, cada partícula pequeña de qué
está compuesta, es posible que el programa tendiera a ser infinito.
El estudio de lo más pequeño es
lo que los físicos llaman mecánica cuántica. En ese mundo, las leyes de la
física no se parecen en nada a lo que estamos acostumbrados. Por ejemplo, si en
una pared hacemos un par de orificios y tiramos una piedra, la piedra pasará
por uno de los dos agujeros o chocará con la pared. En mecánica cuántica, si se
lanza una partícula muy pequeña en un experimento similar, sucederá algo
asombroso: la partícula pasará por ambos orificios. Si en alguno de los
orificios ponemos algún tipo de sensor entonces sí podremos contar cuántas
pasan por cada agujero, pero si no lo medimos, la partícula siempre pasa por
ambos, como si fuera ondas de luz.
En ese pequeño mundo no se puede
tampoco conocer la posición y la velocidad de las partículas por completo. Si
queremos medir hacia dónde se desplaza no tendremos ni idea de su posición y,
al contrario, al medir la posición no sabremos la velocidad. La posición no es
de hecho algo fijo sino una nebulosa de posiciones posibles cada una de ellas
asociada a una probabilidad.
Es como si el mundo cuántico no
estuviera fijado, sólo es un conjunto de posibilidades que no se concreta hasta
que no se mide. Una partícula no está aquí o allá, está en ambos sitios con una
cierta probabilidad asociada.
Quizás es la solución del
programador a su problema de las definiciones infinitas. Ha creado un mundo
virtual hasta un determinado punto y, a partir de ahí, lo ha dejado sin concretar.
Sólo cuando alguien le pide un valor, se lo asigna en ese momento.
Puede que simplemente nuestro
mundo sea así o tal vez puede que eso signifique que estamos descubriendo que
en realidad habitamos un mundo virtual. Estamos llegando a los límites que ideó
el programador. Quizás nos estamos mirando en el espejo como consciencia
colectiva y hemos descubierto la marca en nuestra mejilla.