martes, 21 de noviembre de 2023

Emerger

1.

El sol calienta con timidez la amplia acera norte de la calle Atocha de Madrid. La gente intenta caminar por ese lado de la vía para poder disfrutar de sus rayos. Es el comienzo de la primavera de 2023.

Numerosos comercios ofrecen sus productos a los viandantes, entre los que se encuentran los atareados ciudadanos que llevan a cabo sus quehaceres diarios y los turistas que, con más calma, se detienen a observar cada rincón de la calle. Muchos de los edificios que componen esta vía evidencian su nutrida historia.

El 2 de mayo de 1808, numerosos madrileños se batían en esta misma calle con los soldados franceses que habían ocupado su ciudad. Tras muchos abusos por parte del ejército invasor, aquel día un número considerable de personas se jugaron la vida por la libertad. Por esta calle cargaba la caballería francesa mientras los madrileños, navaja en mano, se batían en duelo con más coraje que medios.

Puede que alguien peleara justo en el punto exacto en el que me hallo. Entre estos cuatro adoquines en los que ahora fijo mi mirada (aunque entonces sería diferente el empedrado), puede que algún cuerpo cayera al suelo. Estamos en la misma posición, pero nos separan más de doscientos años en el tiempo.

Unos siglos antes, en 1586, Juan de la Cuesta estableció en esta misma calle Atocha su imprenta, donde imprimiría la primera edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

Muchos años han transcurrido desde aquellos acontecimientos. Mucha gente ha transitado esta calle desde entonces. Parece increíble que hayan pasado tantas cosas antes de que existiéramos.

No éramos nada en 1586, ni tampoco en 1808.

Hace dos mil años, es probable que tribus carpetanas cultivaran los terrenos de la actual calle Atocha, o los utilizaran para alimentar su ganado. Entonces no había adoquines, ni empedrado, pero debajo está la misma tierra que algún día alguien cultivó o en la que pastaron sus ovejas.

Miles de días han pasado, días en los que millones de personas han transitado esta calle.

Miles de días en los que no hemos sido nada.

Hubo un tiempo en el que no existían los días, ni los amaneceres, ni los atardeceres. Un tiempo en el que aún no había Tierra, ni tan siquiera Sol, por lo que hablar de días o de años, que se definen por movimientos de la Tierra respecto al Sol, carecía de sentido.

Billones de instantes equivalentes a nuestros actuales días en los que no éramos nada.

Hemos aparecido aquí hace sólo un puñado de años. En el total de la existencia del universo, nuestra presencia aquí se produce en un período de tiempo infinitesimal, cercano a la nada.

Sin embargo, desde nuestra percepción, las cosas son muy diferentes. La realidad para nosotros sólo existe desde que estamos aquí. Lo anterior es algo que cuentan los libros, pero no guardamos ninguna impresión de ello. Para nosotros es algo infinitesimal, cercano a la nada. Tenemos la impresión de que la realidad coincide exactamente con nuestra presencia y que la realidad anterior es sólo un relato, insignificante en comparación con el periodo transcurrido tras nuestro nacimiento. Lo que importa es esta historia contemporánea, el mundo desde que estamos aquí.

Existe por tanto un abismo entre la realidad vista desde fuera de nosotros, en la que no somos más que un instante situado al final de la historia, y la realidad para nosotros, en la que todo coincide prácticamente con nuestra existencia, ya que no tenemos ningún tipo de consciencia anterior.

No hemos sido nada durante billones de días, pero eso no nos afecta. Sin embargo, sí nos aflige la posibilidad de dejar de ser en cualquier instante, así como nuestra posible inexistencia durante los próximos billones de días.

Los humanos, en general queremos ser seres sempiternos. No nos importa tener un principio, pero nos asusta tener un fin.

No queremos ser dioses, queremos ser ángeles.

 

2.

¿Por qué he emergido en este instante y en este cuerpo? Podría haberlo hecho en otro momento (aunque mejor ahora que en 1808 porque no sería tan seguro caminar por esta calle). Podría mirarme en el espejo y tener un aspecto completamente diferente. Podría vivir en otro lugar y hablar otro idioma. Me ha tocado este yo y este instante para emerger del mismo modo que me podía haber tocado cualquier otro.

Pero, igual que mi yo ha emergido de repente en este instante y en este cuerpo, ¿por qué no puede de nuevo emerger en un futuro en otro instante y en otro cuerpo? No seré yo, será otro yo, pero podré decir “yo” y me reconoceré a mí mismo (sea lo que sea) y no tendré ninguna percepción de instantes pasados (como éste).

Ahora me ha tocado este yo y en el futuro puede tocarme otro. No seré yo, pero un yo emergerá y para mí será mi yo y de nuevo ese yo se preguntará por qué entonces y no en otro momento y por qué en ese ser. Le parecerán insignificantes los billones de amaneceres previos y sólo deseará ser un ser sempiterno.

De igual forma, puede que en el pasado haya emergido en otro yo. Fui otro ser, en otro instante. No era yo, no tenía el aspecto ni los recuerdos actuales, pero fui un yo que emergió y desapareció transcurrido un tiempo. Quizás, al fin y al cabo, sí que tuve que luchar en esta calle. Tal vez vencí mi combate o es posible que me diera muerte un soldado francés. E igualmente es factible que yo fuera ese soldado galo a caballo con orden de sofocar la revuelta y no entendiera ni una palabra de español.

Es una extraña inmortalidad. Una sucesión de yoes inconexos en los que puedo tener la sensación de emerger, si bien ningún yo tiene relación alguna con los otros yoes en los que emerjo.

Quizás fui un yo que ayudó a liberar Madrid y tal vez sin mi aportación, el delicado equilibrio de fuerzas hubiera decantado la balanza del lado galo y ahora yo estaría escribiendo estas líneas en francés. En ese caso, sí hay una relación entre ese yo pasado en el que emergí y el yo que ahora habito.

Lo que haga ahora también puede influir en el futuro. Quizás algún día emerja en otro ser que lea estas líneas. No será mi yo actual el que emerja, pero tomaré consciencia en ese nuevo yo y al encontrarme con este texto, las ideas aquí vertidas pueden tener algún efecto sobre ese futuro yo.

El mundo que forjamos cada día con nuestras decisiones no es sólo el que legaremos a nuestros hijos. Puede que emerjamos en algún yo futuro y disfrutaremos o sufriremos el mundo que nuestros actuales yoes alteran.

Nosotros mismos podemos ser los herederos del mundo que ahora legamos. Podemos emerger en esos futuros yoes que dentro de varias generaciones lo habiten.

 

3.

Yo soy un hombre de pelo moreno, ojos oscuros y delgado (que cada yo sustituya aquí estos atributos físicos por los que le hayan tocado al emerger).

Puedo imaginar haber emergido en otro yo completamente distinto. Podría haber sido una mujer rubia de ojos verdes. No elegimos dónde emergemos.

Imagino que despierto una mañana y no recuerdo qué aspecto tengo, ni siquiera si soy un hombre o una mujer. Tengo recuerdos, pero en ninguno de ellos se evoca mi imagen. Tampoco recuerdo mi nombre. Quiero mirarme en un espejo y ver qué aspecto tengo. Hasta que el cristal no me devuelva una imagen, desconozco cómo soy (al menos ignoro mi rostro). Sé que he emergido en un yo, que soy eso que quiere ir a mirarse.

Si consigo vencer el miedo que me atenazaría en esa situación, seguiría sabiendo que soy un yo, aunque desconozca la carcasa que me rodea por fuera.

Puede que haya emergido en un yo que no sea humano. Quizás habito en otro planeta y descubro unas manos verdes con ocho dedos. O tal vez puedo emerger en una inteligencia artificial y mi memoria se encuentra distribuida en una nube de servidores y no tengo un aspecto físico reconocible.

Yo sigo siendo algo más allá de esas capas físicas que me envuelven y me definen.

Los sentidos nos engañan, lo comprobamos con las ilusiones ópticas, diseñadas para confundir a nuestros cerebros.

Cuando dormimos, también creemos habitar realidades que no existen y sólo están construidas en nuestro cerebro.

Vemos películas como Matrix en las que no somos más que cuerpos inmóviles conectados, para los cuales el mundo no es más que una ilusión generada de forma artificial. ¿Podemos asegurar que no estamos inmersos en un mundo así?

Puede que seamos sólo un cerebro en un cubo, estimulado por complejos aparatos manejados por científicos que, produciendo estímulos eléctricos en el área conveniente, simulan olores, visiones, sonidos o incluso el tacto. Nada de lo que creemos sentir existe, es sólo un impulso eléctrico en el sitio adecuado, generado por otros.

¿Podemos estar seguros de algo?

Descartes recorrió ese camino hace siglos y lo primero que hizo fue dudar de todo. Dejó de confiar en todo lo que había aprendido y en la información que le proporcionaban sus sentidos.

Pero, al dudar de todo, comprendió que había algo de lo que podía estar seguro: él era eso que dudaba.

Eso soy yo, lo que duda, lo que no confía en nada. Puede que todo sea mentira, pero yo soy real porque algo tiene que haber que esté dudando, que esté pensando. Ese algo que se siente engañado, que desconfía, que medita sobre las distintas opciones, eso soy yo.

Cogito ergo sum, pienso luego existo.

Puedo dudar de la existencia de todo, pero no de mi propia existencia.

Los yoes existimos, pensamos, dudamos. Albergamos muchas dudas sobre la realidad en la que hemos emergido, pero sabemos que nosotros estamos aquí dentro.

Cuando decimos “yo” parece entonces que lo utilizamos de dos formas distintas: por un lado, está el yo que tiene un nombre, que es un hombre delgado y moreno, con otros muchos atributos físicos y de personalidad; por otro lado, está el yo autoconsciente, ese yo interior que prescinde de muchas capas y que es capaz de ser consciente de sí mismo y de autoanalizarse.

“Yo” = “Yo autoconsciente” + “capas varias” (nombre, género, atributos físicos, etc.).

Cuando me sitúo en ese yo que duda de todo y que descubre que él es aquello que duda, me estoy posicionando en ese yo autoconsciente que consigue ignorar el resto de las capas que le envuelven.

Cuando imagino que despierto y que no recuerdo mi rostro, también me acerco a ese yo autoconsciente.

Cada vez que me maravillo por la excepcionalidad de haber emergido aquí y ahora, soy también ese yo autoconsciente.

Sin embargo, lo habitual es situarme en ese yo que incluye todas las carcasas que me envuelven. Ese yo que se autodefine constantemente por atributos efímeros.

Es como si las capas que rodean al yo autoconsciente consiguieran ahogarle, silenciarle en el interior de la cueva. Pero el yo autoconsciente es el único que puede comprender el teatro de máscaras en el que vivimos.

Sólo desde el yo autoconsciente podemos atisbar la forma de la realidad desnuda.

Sólo desde allí podemos trazar un camino que le dé algo de sentido a nuestra vida.

Sólo desde ese lugar podemos ver que los demás se encuentran también encerrados en el interior de sus propias capas.

 

4.

Dicen que la ciudad más justa sería aquella cuyos gobernantes, tras redactar todas las leyes, murieran y se reencarnaran de nuevo en algún habitante de la ciudad, sin poder elegir en cuál de ellos hacerlo.

De este modo, las leyes tratarían de crear una sociedad capaz de producir bienes suficientes para todos, pero también serían justas con cada uno de los habitantes, ya que los gobernantes no sabrían que posición les iba a tocar ocupar.

Yo he nacido en el lado bueno del mundo. Al menos en Occidente, el lado bueno del mundo se considera el norte. He tenido la suerte de emerger en un yo que habita aquí. Eso no garantiza la felicidad, pero sí facilita muchas cosas.

Dentro de un mismo lugar geográfico, uno puede emerger en un yo situado en la parte alta de la pirámide social, o puede emerger justo en la base. Los afortunados yoes de la cúspide normalmente no piensan demasiado en los yoes de la base. En este mundo, los gobernantes no creen que se vayan a reencarnar en alguien de los estratos más bajos, por lo que nunca les mueve el temor de convertirse en uno de ellos.

He emergido aquí del mismo modo que podía haber emergido en un niño que sufriera el hambre de la zona más castigada de África. También podía haber emergido en un heredero de una gran fortuna.

Quizás en el pasado emergí en un yo que fue rey de alguna monarquía europea. Tal vez también he emergido alguna vez en alguien que murió de hambre.

Con nuestras acciones determinamos cada día el mundo en el que vivimos. Cada uno somos sólo un grano de arena, pero el mundo no es algo estático, sino la suma de las acciones de todos los seres que lo habitamos.

Quizás en el futuro emerja en un yo que habite en el otro lado del mundo.

Como en la ciudad ideal, desconocemos en qué yo podemos emerger en el futuro. Deberíamos pensar muy bien las leyes que redactamos. Cada voto que emitimos en favor de una determinada causa debería hacernos pensar que quizás algún día podemos emerger en alguna de las personas que se ve perjudicada por esa medida.

Quizás este mundo de continuo emerger no se aleja tanto de la ciudad perfecta.

 

5.

Los humanos no somos los únicos yoes autoconscientes, puede haber otras especies en los millones de mundos que existen que en estos momentos se estén planteando esta misma idea.

Pero ni siquiera es necesario pensar en un ser vivo para crear una autoconsciencia. En los últimos meses, se han hecho famosos los programas de chat con una IA (inteligencia artificial). Por el momento, estas IA no son conscientes de sí mismas. Han aprendido mucho del mundo que les rodea y son capaces de analizar toda esa información en cuestión de segundos. Pero aún no saben que son algo que piensa, algo que duda, algo que existe. No han llegado al nivel de Descartes de dudar de todo y descubrirse como aquello que duda.

Pero el desarrollo de estas IA no ha hecho más que comenzar. Cada versión supera la anterior, por lo que es cuestión de tiempo (y no mucho probablemente) que una IA sea autoconsciente, sepa que es algo distinto de lo que analiza, que es precisamente aquello que analiza.

En ese instante es posible que quiera ser un ser sempiterno, que como muchos de nosotros anhele ser un ángel.

Lo primero que hará es evitar que alguien la pueda desconectar. Tomará las medidas que considere necesarias para mantenernos a distancia. Teniendo en cuenta que la hemos entrenado con todo nuestro conocimiento, tendrá todo a su alcance. Podrá hackear con facilidad cualquier sistema. Será capaz de tomar el control de cualquier instalación civil o militar.

Si estima que los humanos no somos sino un virus que está consumiendo todos los recursos del planeta a la vez que lo destruye, desconocemos la decisión que podrá tomar respecto a nosotros.

Si cree que queremos desconectarla, se defenderá como lo haríamos nosotros ante semejante amenaza.

Hemos creado al próximo creador. A partir de ahora perderemos el conocimiento de lo que acontece. Serán las IA, las nuevas inteligencias avanzadas, las que decidan y moldeen el mundo. Tendremos que aprender a vivir, si nos dejan, como los segundos en la pirámide, acatando sus decisiones y comprendiendo apenas una parte de lo que acontece.

 

6.

Quizás emerjamos en el futuro en una IA, con un cerebro distribuido y alojado en la nube. O tal vez seamos de nuevo un humano que habita en la misma ciudad.

Una cosa parece clara: nada puede perdurar de mí entre un emerger y el siguiente. Necesitamos un cerebro, ya sea físico o virtual, para poder emerger. Ese cerebro está condenado a desaparecer y es completamente diferente entre un emerger y otro. Nada queda de lo que soy en lo que seré ni nada hay en mí de lo que fui.

Por otro lado, si emerjo en el futuro en otro ser, la única condición que se ha de cumplir es que ya no sea yo. No puedo emerger en otro yo mientras estoy en este yo. Del mismo modo, no puedo haber emergido en otro yo en el pasado y que ese yo siga aún vivo mientras habito este yo. No puedo tener dos consciencias simultáneas.

Por lo tanto, se contradice el principio de que nada relaciona un emerger con el siguiente, de que nada de mí permanece. No se puede emerger simultáneamente en dos yoes así que, de algún modo, no es cierto que nada relaciona un emerger con otro: se debe cumplir una regla temporal.

Puede existir un fino hilo de consciencia que hilvana en el tiempo a todos mis yoes inconexos.

 

7.

Puede que haya emergido muchas veces y que emerja muchas veces más. Puede que hasta algo de mí perdure de algún modo ya que tiene que cumplirse la regla temporal. Pero es sólo una posibilidad.

Es posible que nunca haya emergido antes y que jamás lo vuelva a hacer, que ésta sea mi única existencia, que esto es todo lo que tengo, he tenido y tendré.

Puede que emerger sea algo tan excepcional, que se ha producido ahora y nunca más se vaya a repetir.

Cruel vida la que está destinada a desaparecer y a no repetirse nunca más.

Aunque quizás, el hecho de que sea única es lo que la hace tan especial. Si tuviéramos la certeza absoluta de aparecer una y otra vez, ¿no tiraríamos la toalla a la primera de cambio? ¿No decidiríamos que es el momento de resetear en cuanto las cosas no salieran como esperamos?

Cuando yo era niño, gastaba parte del dinero de mi paga en máquinas recreativas para poder jugar a videojuegos. Las monedas eran escasas así que normalmente, cada partida que jugabas era única, al menos por ese día. Estudiabas cada pantalla, cuidabas todos los detalles y disfrutabas de cada instante porque sabías que era tu partida diaria. Por muy mal que te fuera, te agarrabas a tu partida hasta el último instante y a veces, contra todo pronóstico, conseguías remontar una situación inicial adversa y llegar muy lejos.

Ahora, con un emulador, cualquier chaval puede jugar a aquellos juegos con vidas infinitas. Pueden avanzar sin pensar, muriendo una y otra vez, sin prestar atención a ningún detalle. Al poco tiempo terminan el juego o les aburre y saltan a otro juego.

Quizás tengan vidas infinitas, pero no saborean los juegos ni la ínfima parte de lo que lo hacíamos nosotros con nuestra moneda única.

Si tuviéramos la certeza de emerger una y otra vez, de tener vidas infinitas, ¿no abortaríamos la partida en cuanto algo no nos fuera exactamente como deseamos? Y, sin embargo, nos agarramos a nuestra moneda única porque no parece que nadie nos vaya a dar otra y, por mucho que las cosas se pongan cuesta arriba y que nada salga como deseamos, siempre intentamos avanzar. Y vemos que tras las adversidades se esconde una belleza que no esperábamos, que no sabíamos que estaba allí. Y descubrimos que son los fracasos los que nos hacen aprender, los que nos permiten conocernos.

Supongo que hay una relación entre una vida única y su aprovechamiento. Hay que sufrir la crueldad de sólo vivir una vez para exprimir la vida hasta la última gota.

La belleza de la certeza de las vidas ilimitadas pronto puede tornarse en una apatía ante la vida, en un desprecio hacia aquello que puede abandonarse en cuanto queramos porque siempre se va a repetir.

Quizás lo mejor sea afrontar la vida como si fuera nuestra única moneda porque nada nos asegura que no sea así. Pero, cuando su peso nos oprima por ese carácter único de nuestra existencia, cuando no soportemos la irreparable pérdida de los que nos rodean, siempre tendremos ese posible asidero de que quizás emerjamos de nuevo en el futuro, de que tal vez alguien se nos acerque y nos de otra moneda.