jueves, 18 de abril de 2019

El rostro


Alguien dijo una vez que a los 20 años, un hombre tiene el rostro que Dios le ha dado, a los 40, el que da la vida y a los 60, el que se merece.
Imagino que quiere decir que a los 20 años tenemos la cara que nos ha tocado en suerte. A los 40, nuestro rostro depende más de cómo nos haya tratado la vida, de lo que nos haya tocado sufrir o disfrutar. Importará aquí más si hemos nacido en una familia acomodada o que sufre necesidades, si hemos tenido la desgracia de padecer tragedias o si por el contrario la diosa fortuna nos ha cuidado entre algodones. Hasta aquí parece que nuestro mérito poco importa, el peso lo comparten la genética (especialmente en los primeros años de la juventud) y la suerte de aquello que nos ha tocado encontrarnos.
Sin embargo, a los 60 años la cosa cambia y ya la genética no es tan importante ni tampoco lo que nos haya tocado en suerte, porque de alguna manera lo que cuenta realmente es cómo hayamos afrontado la vida. Aquello que hayamos aprendido y el modo en el que encaremos las distintas situaciones darán a nuestro rostro la forma de lo que realmente somos.
Supongo que las fuerzas de la genética y el azar siempre pueden ser huracanes que nos arrastren en cualquier fase de nuestra vida, pero de alguna manera hay un poso que tiene que ver con lo que realmente somos que poco a poco nos va transformando hasta el punto de que, conforme avanza la edad, incluso el rostro lo refleja.
¿En qué consiste esa hermosura de los 60 y cómo se puede obtener? Si no depende tanto de nuestros genes ni del devenir de los acontecimientos, parece ser algo que está relacionado con nuestra libertad. Dentro de ciertos límites, siempre tenemos un grado de libertad para ir escogiendo cómo queremos vivir nuestra vida, en qué sentido deseamos orientarla y cómo nos relacionamos con todo lo que nos rodea. Al nacer, la libertad es casi nula, de hecho durante el primer año de vida no tenemos ni tan siquiera conciencia de nosotros mismos, por lo que poco podemos hacer aparte de seguir nuestros impulsos y observar cómo funciona el mundo.
Conforme crecemos empezamos a poder controlar nuestros actos, si bien casi toda nuestra vida nos vemos arrastrados por nuestros deseos, por lo que opinan los demás, por lo que se espera de nosotros, por cómo nos ve y nos valora la sociedad… La libertad para escoger implica hacer un gran ejercicio de análisis de nuestros actos, de ver nuestros propios errores, nuestros defectos, el daño que podemos hacer a los demás, de indagar para descubrir qué es lo que de verdad nos gustaría hacer y cómo desearíamos que fueran las cosas. La corriente de la vida parece a menudo demasiado fuerte para poder ejercer nuestra libertad y nadar en la dirección que nos proponemos y no en la que nos vemos arrastrados. Quedarnos quietos flotando en la corriente es siempre lo más sencillo.
Suponiendo que conseguimos esos momentos de libertad, ¿qué deberíamos hacer con ellos? ¿Debemos seguir los dictados morales de alguna religión? Dicen los expertos que los dioses morales (aquellos que no sólo hablan de poderes sobrenaturales y sacrificios, sino que dictan unas normas morales de comportamiento) aparecen en las sociedades humanas sólo cuando estas adquieren un gran tamaño y complejidad. Si a lo largo de los siglos, en diferentes momentos y partes del mundo aisladas entre sí, ha surgido la creencia en unas normas morales que debían dictar nuestro comportamiento, ¿significa que hay de algún modo alguna verdad sobrenatural que se percibe cuando alcanzamos la complejidad suficiente para comprenderla? ¿O es tan sólo un producto de esas sociedades humanas, una ilusión que además es útil para lograr una sociedad pacífica y cohesionada?
En cualquier caso, si estábamos tratando de obtener momentos de libertad y seguimos estos dictámenes morales por obligación, o por miedo (asustados por los castigos de la siguiente vida), o por interés (para conseguir una vida futura favorable ya sea en algún tipo de paraíso o de reencarnación adecuada), no parece que hayamos sido libres al actuar. En ese caso la religión sería una corriente más capaz de arrastrarnos, como lo eran las antes mencionadas.
Quizás de alguna manera hay algo sobrenatural que trasciende este mundo que conocemos y las religiones y los profetas tratan de guiarnos en esta vida, ya que no podemos comprender qué hay más allá. Pero en nombre de las religiones también se han cometido atrocidades, por lo que dejarse llevar ciegamente no puede ser la respuesta. Podemos vernos arrastrados hacia lo contrario a lo que nos proponíamos.
Existan o no dioses, nuestra libertad es sólo nuestra y tenemos que decidir y responsabilizarnos de lo que hacemos con ella. En el fondo, aquello que hacemos sólo tiene mérito si lo realizamos porque creemos en ello. Si es por interés, por miedo o porque nos lo dice alguien que hace milagros delante de nuestros ojos, nunca tendrá el mismo mérito que si obramos sin esperar recompensa alguna y sin saber si de verdad tiene sentido lo que hacemos.
Pero, ¿cómo nos guiamos? ¿Qué es lo que se supone que tenemos que hacer? ¿Qué normas seguimos si no estamos seguros de cuáles son las correctas? Tal vez en eso consiste ser libre, en escuchar todas las normas, todas las opciones, en ver los caminos de los demás y luego trazar el nuestro en un territorio forzosamente inexplorado. No hay un mapa que nos diga adónde nos dirigimos, qué peligros nos aguardan o si hemos acertado.
Estar abierto a cómo otros afrontan su búsqueda y a las lecciones que nos han dejado todos lo que transitaron en algún momento por este mundo, nos puede ayudar a construir nuestro camino, pero al final lo tenemos que hacer nosotros solos. Y algún día, nuestro sendero será sólo el que alguien siguió en este mundo tiempo atrás, pero puede servir para orientar a otro que se lo encuentre. 
Quizás el único modo de saber si hemos seguido el camino correcto es cuando, al cumplir 60 años, veamos nuestra imagen en el espejo.