Alguien dijo una vez que a los
20 años, un hombre tiene el rostro que Dios le ha dado, a los 40, el
que da la vida y a los 60, el que se merece.
Imagino que quiere decir que a
los 20 años tenemos la cara que nos ha tocado en suerte. A los 40,
nuestro rostro depende más de cómo nos haya tratado la vida, de lo
que nos haya tocado sufrir o disfrutar. Importará aquí más si
hemos nacido en una familia acomodada o que sufre necesidades, si
hemos tenido la desgracia de padecer tragedias o si por el contrario
la diosa fortuna nos ha cuidado entre algodones. Hasta aquí parece
que nuestro mérito poco importa, el peso lo comparten la genética
(especialmente en los primeros años de la juventud) y la suerte de
aquello que nos ha tocado encontrarnos.
Sin embargo, a los 60 años la
cosa cambia y ya la genética no es tan importante ni tampoco lo que
nos haya tocado en suerte, porque de alguna manera lo que cuenta
realmente es cómo hayamos afrontado la vida. Aquello que hayamos
aprendido y el modo en el que encaremos las distintas situaciones
darán a nuestro rostro la forma de lo que realmente somos.
Supongo que las fuerzas de la
genética y el azar siempre pueden ser huracanes que nos arrastren en
cualquier fase de nuestra vida, pero de alguna manera hay un poso que
tiene que ver con lo que realmente somos que poco a poco nos va
transformando hasta el punto de que, conforme avanza la edad, incluso
el rostro lo refleja.
¿En qué consiste esa hermosura
de los 60 y cómo se puede obtener? Si no depende tanto de nuestros
genes ni del devenir de los acontecimientos, parece ser algo que está
relacionado con nuestra libertad. Dentro de ciertos límites, siempre
tenemos un grado de libertad para ir escogiendo cómo queremos vivir
nuestra vida, en qué sentido deseamos orientarla y cómo nos
relacionamos con todo lo que nos rodea. Al nacer, la libertad es casi
nula, de hecho durante el primer año de vida no tenemos ni tan
siquiera conciencia de nosotros mismos, por lo que poco podemos hacer
aparte de seguir nuestros impulsos y observar cómo funciona el
mundo.
Conforme crecemos empezamos a
poder controlar nuestros actos, si bien casi toda nuestra vida nos
vemos arrastrados por nuestros deseos, por lo que opinan los demás,
por lo que se espera de nosotros, por cómo nos ve y nos valora la
sociedad… La libertad para escoger implica hacer un gran ejercicio
de análisis de nuestros actos, de ver nuestros propios errores,
nuestros defectos, el daño que podemos hacer a los demás, de
indagar para descubrir qué es lo que de verdad nos gustaría hacer y
cómo desearíamos que fueran las cosas. La corriente de la vida
parece a menudo demasiado fuerte para poder ejercer nuestra libertad
y nadar en la dirección que nos proponemos y no en la que nos vemos
arrastrados. Quedarnos quietos flotando en la corriente es siempre lo
más sencillo.
Suponiendo que conseguimos esos
momentos de libertad, ¿qué deberíamos hacer con ellos? ¿Debemos
seguir los dictados morales de alguna religión? Dicen los expertos
que los dioses morales (aquellos que no sólo hablan de poderes
sobrenaturales y sacrificios, sino que dictan unas normas morales de
comportamiento) aparecen en las sociedades humanas sólo cuando estas
adquieren un gran tamaño y complejidad. Si a lo largo de los siglos,
en diferentes momentos y partes del mundo aisladas entre sí, ha
surgido la creencia en unas normas morales que debían dictar nuestro
comportamiento, ¿significa que hay de algún modo alguna verdad
sobrenatural que se percibe cuando alcanzamos la complejidad
suficiente para comprenderla? ¿O es tan sólo un producto de esas
sociedades humanas, una ilusión que además es útil para lograr una
sociedad pacífica y cohesionada?
En cualquier caso, si estábamos
tratando de obtener momentos de libertad y seguimos estos dictámenes
morales por obligación, o por miedo (asustados por los castigos de
la siguiente vida), o por interés (para conseguir una vida futura
favorable ya sea en algún tipo de paraíso o de reencarnación
adecuada), no parece que hayamos sido libres al actuar. En ese caso
la religión sería una corriente más capaz de arrastrarnos, como lo
eran las antes mencionadas.
Quizás de alguna manera hay
algo sobrenatural que trasciende este mundo que conocemos y las
religiones y los profetas tratan de guiarnos en esta vida, ya que no
podemos comprender qué hay más allá. Pero en nombre de las
religiones también se han cometido atrocidades, por lo que dejarse
llevar ciegamente no puede ser la respuesta. Podemos vernos
arrastrados hacia lo contrario a lo que nos proponíamos.
Existan o no dioses, nuestra
libertad es sólo nuestra y tenemos que decidir y responsabilizarnos
de lo que hacemos con ella. En el fondo, aquello que hacemos sólo
tiene mérito si lo realizamos porque creemos en ello. Si es por
interés, por miedo o porque nos lo dice alguien que hace milagros
delante de nuestros ojos, nunca tendrá el mismo mérito que si
obramos sin esperar recompensa alguna y sin saber si de verdad tiene
sentido lo que hacemos.
Pero, ¿cómo nos guiamos? ¿Qué
es lo que se supone que tenemos que hacer? ¿Qué normas seguimos si
no estamos seguros de cuáles son las correctas? Tal vez en eso
consiste ser libre, en escuchar todas las normas, todas las opciones,
en ver los caminos de los demás y luego trazar el nuestro en un
territorio forzosamente inexplorado. No hay un mapa que nos diga
adónde nos dirigimos, qué peligros nos aguardan o si hemos
acertado.
Estar
abierto a cómo otros afrontan su búsqueda y a las lecciones que nos
han dejado todos lo que transitaron en algún momento por este mundo,
nos puede ayudar a construir nuestro camino, pero al final lo tenemos
que hacer nosotros solos. Y algún día, nuestro sendero será sólo
el que alguien siguió en este mundo tiempo atrás, pero puede servir
para orientar a otro que se lo encuentre.
Quizás el único modo de saber si hemos seguido el camino correcto es cuando, al cumplir 60 años, veamos nuestra imagen en el espejo.